Ayer cuando llegué a casa, abrí el buzón y vi un sobre blanco acolchado con mi dirección escrita con la ya familiar caligrafía de Mike Smith y el logo de Royal Mail (ya se sabe que “Royal Mail means Good Music”) sabía perfectamente lo que era: “el último disco” de Runrig. Y cuando digo último, no quiero decir sólo que sea el más reciente, sino que no va a haber más.
Esta afirmación no viene únicamente de artículos que han aparecido recientemente en la prensa musical británica al respecto del estreno, sino de mi propia experiencia al escucharlo: desde el repaso a sus principales influencias (de Simon & Garfunkel a Springsteen) hasta la reutilización de elementos musicales de sus propios clásicos (“The Cutter”, “A dance called America”, “The Stamping Ground”,…) para contar historias aún anteriores (las diversiones de los vecinos en sus primeros bailes, aquello que escribió Calum en su diario en 1974, recuerdos de sus comienzos como banda y de todo lo vivido juntos durante estos últimos 43 años).
Pero quizá lo que más me emocionó, y entristeció a partes iguales, fue la presencia constante y por tanto, sorprendente, de la aterciopelada y melosa voz de Rory, como si Bruce (consciente de su futura carrera en solitario) le cediera un espacio más que merecido, junto con el uso del gaélico entremezclado con el inglés en más canciones de las que me esperaba.
No es que lo piense, es que siento con total claridad y mucha intensidad que este disco es un adiós. Nada que ver con sus otros discos, o todo que ver, según se mire. No es potente, es nostálgico. No es ficción, es autobiográfico. No es nuevo, es un broche final a modo de conclusión. Así lo sentí. Y me eché a llorar…
Runrig gu bràth! Larga vida a Runrig.
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